Selección de breves cuentos policiales
Paredes invisibles
Los oficiales Roberto Andrade e Ignacio Miranda se dirigieron a una pequeña casa ubicada en un barrio de clase media alta de la ciudad.
Fueron destinados a investigar dentro de ella, porque se encontraban investigando sobre un fraude fiscal enorme, producto de la corrupción que habían perpetrado unos miembros del ayuntamiento.
A eso de las seis de la tarde, los policías llegaron a la casa. Traían consigo una orden judicial que les permitía entrar esas casas cuales fueran las circunstancias.
Para comenzar, Andrade y Miranda tocaron la puerta. Nadie contestó. Volvieron a tocar y escucharon unos pasos. Una linda viejecita les abrió la puerta.
Los policías, amablemente, le explicaron la situación y las razones por las cuales tenían una orden de cateo para entrar a la casa.
La señora entendió la situación, aunque les explicó que ella no tenía ninguna relación con las personas investigadas y que no las conocía. De cualquier manera, los oficiales debían entrar, algo que la señora aceptó.
Posteriormente, los dos policías comenzaron a registrar la casa. La anciana les indicaba que no iban a encontrar nada, pues ella era la única que vivía en esa casa desde que enviudó. Sin embargo, en ningún momento interrumpió la labor policial.
―Parece que no vamos a encontrar nada, Ignacio ―le dijo Roberto Andrade.
―No se ve ningún indicio de dinero escondido, tal y como las investigaciones indicaban. Creo que esto es un fiasco ―le contestó.
Finalmente, los oficiales salieron al gran patio trasero de la casa, que a la vez era un jardín con muchos árboles.
― ¿Recuerdas que el señor Vallenilla, uno de los investigados en la trama, es amante de los bonsáis? ―le preguntó Miranda a Andrade.
―Ciertamente. Es verdad.
Miranda hizo ese comentario mientras señalaba una parte del jardín lleno de bonsáis, de todo tipo. Los bonsáis estaban dispuestos por filas. Cada una de ellas tenía bonsáis de un tipo.
En una había pequeños árboles de naranja, en el otro había pequeños árboles de limón y así consecutivamente. Una de las filas que más destacaban era la de árboles tipo bonsáis que parecían auténticamente japoneses. De hecho, había varias de estas filas.
― ¿Excavamos? ―preguntó Andrade.
―Por supuesto ―contestó Miranda.
Aunque no tenían herramientas para excavar en la tierra, los policías comenzaron a hurgar por los lugares donde estaban sembrados los bonsáis con la mano.
―Creo que estoy tocando algo firme ―dijo con efusividad Miranda.
― ¡Muy bien!
En efecto había sido así. Les llevó un par de horas lograr desenterrar toda una gran caja que estaba sellada por los cuatro costados.
―Ahora el reto es abrirla ―afirmó Andrade.
Aunque fue bastante complicado, gracias a un martillo que los policías consiguieron, lograron romper uno de los costados de la caja.
Con mucha paciencia, fueron deshaciéndose de gran parte de la superficie de la caja para poder abrirla. En poco tiempo ya habían podido abrirla.
― ¡Bien hecho! ―entonaron al unísono. Dentro de la caja había miles de billetes envueltos en ligas, de varias denominaciones. Se pudo constatar que dentro de la casa estaba escondido dinero.
Los oficiales cargaron la caja hasta el interior de la casa y se percataron que no había rastros de la anciana que les había abierto la puerta. No le dieron importancia a este hecho y se dispusieron a salir.
Cuando intentaron hacerlo, pasó algo inverosímil, que sin duda Andrade y Miranda nunca hubiesen esperado.
― ¡Hay una pared invisible! ―exclamó Miranda.
Los oficiales de policía pudieron abrir la puerta de la casa sin inconvenientes y podían ver el exterior de la casa. Sin embargo, ¡no podían salir!
― ¡No entiendo qué está pasando! ―gritó Andrade.
De pronto, la dulce viejita apareció con una mirada maquiavélica., apuntándoles con un arma.
― ¡No podrán salir! Esta casa está protegida con un sistema que activa un campo electromagnético que bloquea todas sus entradas.
Rápidamente, Andrade se dispuso a sacar su arma, cuando se percató que no estaba. Miranda hizo lo mismo.
― ¡Sois tan tontos que os habéis quitado las armas cuando estaban desenterrando la caja! ―gritó la vieja.
Los policías estaban impactados. No sabían qué hacer. Eran conscientes de que la vieja los había tomado por rehenes.
― ¡Dejad la caja y huid, si queréis vivir!
Los dos policías se miraron de una forma cómplice y soltaron la caja. De inmediato, arrancaron a correr fuera de la casa.
―No podemos contar nada de esto en la comisaría ―dijo Andrade.
―Por supuesto que no ―sentenció Miranda.
La manzana asesina
Érase una vez, un pequeño pueblo llamado San Pedro de los Vinos. En él, la comisaría de su pequeño cuerpo de policía se encontraba de luto, pues recientemente había fallecido el comisario jefe, Ernesto Perales.
Aunque era un hombre mayor, su muerte sorprendió a muchos, lo que hizo que el dolor se embargara mucho más. Pero la oficial de policía Alicia Contreras no se creía el cuento de que había muerto durmiendo en su hogar, tranquilamente.
―Yo no me creo esa versión ―decía Alicia a sus compañeros.
―Era un hombre mayor. Tiene a su familia, le debemos respeto a su memoria y a su descanso Alicia ―le replicó Daniela, una de las compañeras.
Sin embargo, otra oficial, Carmen Rangel, escuchaba con cierto interés las teorías de su compañera Alicia. A ella, tampoco le parecía muy correcto el relato de la muerte del comisario Perales. Ambas se dispusieron a hablar con la forense encargada, que no tuvo problema en, antes de que el cuerpo fuese enterado, hacerle una autopsia.
Cuando esta autopsia fue realizada, se llevaron una gran sorpresa. Aunque el comisario Perales era un ávido consumidor de manzanas, la sorpresa fue que en su estómago tenía manzanas, pero envenenadas con cianuro, ¿pero quién era la Blancanieves de esta historia?
― ¿Pero quién lo ha matado? ―preguntó Carmen, exaltada.
―Yo creo saberlo.
Recientemente, Daniela había tenido un hijo. Ella nunca dijo quién era el padre, ni tampoco fue un tema de importancia.
Algunos de los compañeros, habían afirmado que su hijo tenía un gran parecido al comisario Perales, algo que habían tomado como una cortesía.
―¡Has sido tú quien le ha matado! ―le gritó Alicia a Daniela. Esta última, sacó su arma y sin mediar tintas le disparó, sin conseguir matarla. Los demás compañeros le dispararon a Daniela, que después de ser detenida y llevada al hospital, confesó su crimen pasional.